Vagyok úgy,
ahogyan lehet.
József Attila,
“Ködből, csöndből”
Ya no espero
más la vida,
Soy, como se
puede ser.
József Attila,
“De la niebla, Del silencio”
En la tierra del exilio nací
I.
Con la nieve
nací en aquella tierra tan lejana, el lugar del largo exilio de mi padre junto
a mi madre, mis dos hermanos y hermana. Tuvieron que partir de pronto, casi con
lo puesto, con dos maletas que portaban lo esencial y unos ahorros que
originalmente habían sido pensados para las vacaciones de verano. La despedida
de los amados fue intensa, a prisa, llorando. Algunos abrazos serían los
últimos. La huida inició por tierra desde San Carlos hasta Santiago y de
Santiago hasta Arica en silencio, intentando pasar desapercibidos porque en
cualquier momento podrían ser detenidos por los militares que ocupaban todo el
país. Una vez que el bus traspasó la frontera hasta Tacna, hubo un suspiro
profundo de todas las personas que viajaban en ese medio de transporte; sus
vidas ya no corrían peligro. Y tras unos meses de permanecer provisoriamente en
Perú, mi familia fue destinada a Hungría -uno de los países que abrió sus
puertas para recibir a chilenos que necesitaban amparo. Al aterrizar en
Budapest en 1974, estaba nevando - como si ese hecho climatológico de aquel
suyo presente les augurara mi futuro nacimiento.
Ver, conocer y
jugar con la nieve resultó fascinante, al menos para uno de mis hermanos. Lo sé
porque me lo contó en una entrevista que le hice como parte de un trabajo en la
universidad. Estaba en segundo año de antropología y teníamos que entrenarnos
en el uso y manejo de la técnica de la entrevista en profundidad (técnica de
recolección de información cualitativa). Me había propuesto como tema de estudio
investigar lo que las y los hijos de las personas exiliadas tras el Golpe de
Estado de 1973 en Chile, tuvieron que vivenciar enfrentándose inevitablemente
al choque cultural en distintas partes del mundo, en otros tipos de sociedades
y culturas humanas. Para mi hermano Alfonso en todo lo penoso que fue dejar de
pronto a la familia extensa, su casa, sus mascotas y su país, por miedo y con
miedo y llegar a un lugar completamente distinto; la nieve caer en Budapest,
constituyó la parte brillante y feliz de su relato. La nieve, aunque fría, les
acogió con calidez y protegió de la muerte inminente. Todavía conservo la
audiograbación hecha en una cinta casette de 60 minutos marca Maxell y la
grabadora Sony.
II.
Mi madre era
dueña de casa y mi padre mecánico automotriz. Tenía su propio taller por la
calle Brasil (casi llegando a la esquina de la calle Vicuña Mackenna conocida
antiguamente como “la calle de la cordillera”). A muy temprana edad, después de
quedar huérfano, su tío abuelo le enseñó la mecánica de autos, tractores y camiones.
Gracias a su prolijidad, disciplina y honestidad llegó a ser un buen maestro
mecánico y, llegado a la tierna juventud, hastiado de la injusticia humana,
comenzó a militar en el Partido Comunista. Principalmente por esta razón, el
martes 11 de septiembre de 1973 – día en que además cumplía sus treinta y tres
años de edad – lo fueron a buscar a la casa los pacos. A esta primera detención
le seguirían dos más por tiempo indefinido y lugar desconocido, siempre bajo
tortura, sin saber si regresaría con vida o no regresaría jamás.
Puedo imaginar
la mezcla de olores del ambiente de ese entonces en este largo país. Lo concibo
contradictorio: olor a miedo, sangre, horror, muerte, putrefacción; olor a
cobardía y brutalidad; olor a zafia felicidad expresada con lágrimas de alegría
corriendo por las mejillas de quienes alzaron sus copas y brindaron por la
liberación del Estado de Chile de los comunistas mugrientos (“que ojalá los
maten a todos”) y por la erradicación del cáncer marxista. Era la felicidad
del fascismo derechista en Chile, un digno ejemplo a seguir para los siguientes
golpes de estado que se darían en el resto de los países del cono sur de
América Latina.
III.
Siempre supe
que mi padre había sufrido tortura, sin embargo, no sus pormenores hasta mucho
tiempo después. Escuché y tomé nota de su testimonio únicamente sobre algunos
detalles de las vejaciones con las que fue oprimido. Al poseer ese don de la
palabra y de la escritura -según los demás-, mi madre, mis hermanos y hermana
me pidieron (´me echaron a´) que hablase con mi padre y que escribiera lo
sucedido para ser parte de los tantos relatos que conformarían la Comisión
Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Comisión Valech) del año 2005. Que
cuántas veces y cómo lo torturaron, eso no lo escribiré ahora y no sé si más
adelante tampoco. Mas, me parece tremendamente relevante dar cuenta acerca de
algo que me ha tenido pensando inquietamente desde hace seis o siete años. Un
pensamiento pendiente, aún sin comunicar.
Nuevamente, en
el contexto del proceso de una investigación científica -mi tesis de posgrado
en historia-, estaba realizando entrevistas a quienes conocieron a mi padre
para poder entender con precisión el significado de las obras escultóricas que
creó en el exilio. Dos de los entrevistados al llegar a la parte del “setenta y
tres”, mencionando la prisión política y tortura de Jorge Alarcón (así se
llamaba mi papi) reflexionaron coincidentemente con algo así: “no podría
juzgar a aquellos quienes bajo tortura llegaron a ser unos delatores. Porque
nadie sabe, a menos que lo haya vivido, que, siendo torturado, es tanto el
dolor y la amenaza de la muerte, es entendible el que haya “hablado””. Y
ahí yo quedé boquiabierta. Esto porque nunca he puesto en duda (ni se me ha
ocurrido) la lealtad de mi padre hacia los demás, hacia la vida toda y hacia sí
mismo. Por el contrario, era algo que admiraba de él. Admiraba su elegante
silencio, su elegante hablar, hablar sólo lo preciso. ¿Cómo era posible que
alguien cuestionara a mi padre y que además se atreviera a insinuar que fue un
soplón? ¿No es acaso cierto que hubo muchos otros y otras quienes incluso sin
estar amenazados por la fuerza y la sin razón hablaron, levantaron falso
testimonio, acusaron y delataron? Si yo hubiese sido más pesada podría haberles
contrariado diciendo “bueno, tal vez quienes no fueron torturados pudo haber
sido porque alcanzaron a arrancar o porque no hubo necesidad de hacerlo pues
hablaron de inmediato”.
IV.
Poco tiempo
después de que cumplí los once años de edad, mi familia de origen decidió
regresar a su tierra que tanto añoraba. Yo por el contrario no regresaría; yo
iría por primera vez. Volver me generó mucha alegría porque por fin
conocería a mis primas, mis tíos, conocería aquel lugar del que desde siempre
me habían hablado con tanto cariño. Únicamente me pesaba que ya no encontraría
a mi abuela Marta, a mi abuelo Hernán ni a mi tío Vichoco pues ya habían
fallecido. ¡Y conocería el maaar! (Aquí insertaría un sticker de corazón rojo).
El proceso de
ordenar, empacar, desprenderse de cosas duró semanas y el departamento lucía
cada vez más vacío. Uno de esos días, mientras los preparativos continuaban, le
pregunté a mis padres: ¿Cuándo lleguemos a Chile, el avión aterrizará en el
aeropuerto de Pelotillehue? Y eso causó una risa tremenda a la que me uní.
Sucede que, de cabra chica, además de lo que me contaban del lindo Chilito,
solía leer el Condorito a lo lejos nos mandaban de regalo por correo con alguna
cartita desde San Carlos. Y allí todo sucedía en Pelotillehue. No dejaba de
sorprenderme el PLOP y las patas pa´rriba de los personajes que se mataban de
la risa al final de los chistes; o las emociones expresadas por escrito como el
snif o el muak. La reflexión sobre el Condorito merece un escrito
aparte.
Ahora de
grande, de muy grande, me pregunto cómo habrá sido para mi padre, madre y mis
hermanos el hecho de volver. Nunca hemos hablado de ello con detención. Lo que
sí sé es que ya nada fue igual. Algo se había roto y dolía. ¿Y eso roto acaso
se pudo regenerar?
V.
Era bastante
curiosa la sensación que me provocaba ver cuando las personas quienes
conocieron a mis padres lo volvieron a saludar estando devuelta. Lo hacían con
gusto y cierto orgullo. A mí me presentaban como la Sole, la menor, la que
nació en Hungría. La gente me quedaba mirando y yo quería ser invisible para
que no me preguntaran nada, para que no me preguntaran weás. Me avergonzaba
hablar de mí misma o responder preguntas reiteradas. No por negación sino
porque todo era muy íntimo para mí y a la vez “nada fuera de lo común”. Además,
nunca sabía quién o quiénes estaban frente a mí queriendo saber. Unas cuantas
veces las preguntas fueron descorteces e hirientes. Por ejemplo, cuando casi
recién llegados, fuimos a la casa de un primo hermano de mi madre a quien
pomposamente le estaban celebrando su santo. Él era “del Carmen”. Para empezar,
esto de la celebración de los santos fue una novedad para mí – además del hecho
de “aparentar” lo que se estila bastante en San Carlos - porque en Hungría sólo
se festejaban los cumpleaños. En aquella ocasión era la única niña entre muchos
adultos así es que estaba más bien aburrida. Al poco rato de estar en la fiesta,
mi madre me presentó a un matrimonio un tanto pituquito (bueno, eso era su
cáscara) e inmediatamente después del saludo, con lo que él preguntó, erró de
inapropiado e ignorante.
- -
¡Ah ya!
Mira, así es que naciste en Hungría.
- -
Sí.
- -
¿Cuál es
la capital de Hungría?
- -
Budapest.
- -
¿Ah,
mira, qué bien! … En Hungría hay hartos gitanos.
- -
Sí.
- - ¿Y no te
da vergüenza decir que naciste en un lugar en el que hay tantos gitanos?
- -
No. … No.
… No. …
Mis cejas
seguro expresaron incomodidad y lo absurdo del comentario. ¿Qué pregunta era
esa? ¿Qué le pasa a este hombre con los gitanos? Porque en ningún caso la
pregunta tuvo un ánimo reflexivo sobre la injusta discriminación entre los
humanos, especialmente hacia los gitanos. Esta breve experiencia (la de las
muchas que vendrían hasta hoy en día) fue la primera que recuerdo con claridad
y fue la que me llevó a vincularme identitariamente a otros grupos de personas:
mi familia y yo habíamos sido agredidos, discriminados y apartados por ser
comunistas y los gitanos por ser gitanos. Una lacra social. Así es que no
estaba sola. Mi nombre, Soledad – Soledad de los Hombres – mucho más que mi
apellido.
VI.
Chile es el
país en el que he estado viviendo mis últimos treinta y cuatro años.
Aún cuando
he aprendido a vivir en él, todavía no me acostumbro.
Hungría es la tierra que me vio nacer.
Mi primera tierra es mi madre.
7 de marzo de 2024; San
Carlos, Ñuble
Por Szilvesztre
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