El movimiento mapuche, e incluso sus facciones más radicales, sigue invitándonos al diálogo, siempre y cuando la discusión sea política. Si la monserga sigue siendo folclorizante y productivista, y de la mano del garrote, la historia ya la conocemos.
Solo 19 meses después de que el Comando Jungla asesinara a Camilo Catrillanca y apenas tres semanas después de que el Informe de la Misión Canadiense de Derechos Humanos denunciara las “violaciones sistemáticas, generalizadas y continuas de los derechos humanos cometidas por el gobierno del Presidente Piñera desde el 18 de octubre de 2019”, el Parlamento chileno por amplia mayoría le solicitó al gobierno –mediante el Proyecto Resolución 1196– que aplique “mano dura” en La Araucanía.
No es un deja vu ni menos un viaje al pasado, como ocurre en las series de moda de Netflix. Parece ser más bien el “eterno retorno” de la élite política chilena, del Estado chileno, contra las reivindicaciones políticas del Pueblo Mapuche. Muchos de los que interpelaron al ex ministro Andrés Chadwick por el asesinato de Camillo Catrillanca y por las violaciones a los derechos humanos en el estallido social, hoy promueven y avalan una represión que hace escalar la violencia en la zona.
Por cierto, no sorprende lo pendular de las posiciones de la centroizquierda respecto al conflicto en territorio mapuche, sino la irresponsabilidad de darle carta blanca a un gobierno cuestionado nacional e internacionalmente en su capacidad gubernamental –como diría el sociólogo Charles Tilly– de administrar el bienestar y el orden en el territorio con apego a los derechos humanos. No llama la atención que quienes callaron o avalaron la represión en gobiernos anteriores hoy exijan “mano dura”, pero no deja de sorprender lo poco que les cuesta ponerse de acuerdo con la derecha cuando se trata de tildar de “delincuencia” y “terrorismo” el sabotaje que organizaciones mapuche despliegan políticamente contra las grandes empresas forestales. No es una novedad que la clientela electoral de gran parte de esta clase política sean los grupos empresariales y los sectores más conservadores del territorio, a quienes parece no bastarles la “mano dura” aplicada hasta ahora[1], pero sí es un caso digno de estudio lo poco que han demorado luego de levantar la bandera de los derechos humanos durante el estallido, en retornar a la histórica doctrina de la seguridad nacional, la del enemigo interno y del populismo punitivo cuando se trata de las demandas políticas del Pueblo Mapuche.
Fueron 63 los diputados que aprobaron el Proyecto de Resolución (29 en contra y 11 abstenciones) azuzando en julio de 2020 al gobierno más impopular y cuestionado de las últimas tres décadas a desplegar en la Araucanía “mayor presencia de las fuerzas de orden y seguridad a fin de controlar los actos terroristas y desarticular las bandas criminales tras estos actos, dado que los esfuerzos actuales no son suficientes ni han dado buenos resultados”.
¿Todos habrán votado sabiendo que los efectivos policiales que se envían a la zona no se concentran en las comisarías ni en el combate de la delincuencia, sino en los predios forestales de los grandes grupos económicos enfrentando a las organizaciones políticas mapuche? ¿Todos habrán votado conscientes de que esta solicitud se suma a la agenda de seguridad y la militarización ya desplegada por el gobierno en la zona, con una Mesa de Inteligencia y un Comité Policial Ampliado que operan desde abril y una Prefectura de la Macrozona que funciona desde junio?
Suponemos que nuestros representantes son actores informados y más bien defienden intereses y proyectos políticos/ideológicos. En cualquier caso, están siendo en la práctica cómplices de este gobierno en su arte de apagar el fuego con combustible. El conflicto sigue escalando y perpetuándose, sin haberse intentado aún en estos 20 años de violencia ninguna salida política.
Mientras el gobierno y las empresas intentan majaderamente cooptar a ciertos dirigentes mapuche con parches curitas, las bases movilizadas siguen exigiendo respuestas estructurales y políticas a sus demandas por reconocimiento, territorio y autonomía, y, lamentablemente, ya no piensan pedirlo “por favor”. Es la bola de nieve represiva, que niega al movimiento mapuche como actor político, la que posiciona el uso de la fuerza como alternativa en el territorio, con daños humanos y sociales tanto para las propias comunidades como para la población no mapuche. La violencia escala y se descontrola, deshumanizando y confrontando a unos con otros, mientras nuestra clase política no se conforma y se dispone a invertir siempre más en represión. Es el territorio mapuche en su conjunto el que se hace más vulnerable, como si ya no bastara con la exclusión y la fuga de los recursos del territorio.
Si en las próximas semanas el Machi Celestino Córdova o algunos de los presos políticos de la cárcel de Angol fallece en su huelga de hambre esperando respuestas políticas, la violencia en el país escalará y no solo será responsabilidad del gobierno, sino también de quienes hoy proponen represión más que diálogo. Paradójicamente, el Intendente Víctor Manoli pronunció hace semanas quizás la frase más sabia y realista que ha salido de boca de nuestras autoridades: “(Los sabotajes y ataque incendiarios de la tercera semana de junio en la Araucanía y Biobío) son la reacción frente al resultado eficiente y efectivo que han tenido las policías en las últimas semanas” (23-06-2020, Teletrece). No sabemos si el Intendente estudió la abundante evidencia internacional y nacional sobre el efecto radicalizador de la represión. Más bien parece un arranque de sinceridad intentando justificar la militarización de la Araucanía, como si fuese un juego infantil de simple “provocación” del adversario, y no una estrategia responsable para neutralizar o desradicalizar. La centroizquierda que votó en favor de recrudecer la represión, seguramente piensa de la misma manera: prefieren provocar/castigar a los mapuche sublevados, aún arriesgando una escalada de violencia, y en lo inmediato dejar a todo un territorio vulnerable, a merced de nuestras cuestionadas fuerzas de orden. El objetivo no parece ser la paz ni la justicia, sino mantener el conflicto y al Pueblo Mapuche en aquella posición de desventaja que beneficia y sostiene al modelo de desarrollo extractivista.
No olvidemos que el Comando Jungla de Piñera/Chadwick no inauguró los tiroteos frente a las organizaciones mapuche, sino la gestión anterior Bachelet/Aleuy empeñada en proteger la producción maderera frente al “robo de madera” (sí, la misma causa que hoy abraza el actual gobierno en plena pandemia con el proyecto de tipificación de aquello que las comunidades reconocen como una legítima recuperación y reivindicación de los recursos del territorio).
Urge que el progresismo por completo repare en que el territorio mapuche es una “zona de sacrificio” y que la lucha mapuche es contra un modelo abusivo y poco representativo; y, ciertamente, que la socialdemocracia deconstruya su racismo colonial, que se niega a ver en el Pueblo Mapuche un actor político. Mientras esto no ocurre y sigue en riesgo la vida y la cultura de un Pueblo, de sus dirigentes y autoridades religiosas, parece más necesario que nunca que Chile renueve su política y su institucionalidad desde el proceso constituyente abriendo espacios a la real representatividad y a la diversidad. La salida a esta “historia sin fin” requiere de una nueva política, porque incluso cuando nuestros políticos hoy son capaces de ponerse de acuerdo para afectar ciertos dogmas neoliberales en favor del pueblo chileno más afectado por la pandemia, no ocurre lo mismo cuando se trata de reconocerle derechos al Pueblo Mapuche. Más bien son capaces de superar sus diferencias y ponerse de acuerdo para reprimirlo.
Necesitamos un nuevo Chile que no asimile en su política representativa al Pueblo Mapuche, sino un país donde las nuevas instituciones y la clase política chilena sean capaces de relacionarse de manera más justa y simétrica con el Pueblo Mapuche, como lo hizo en su momento la Corona Española y los primeros gobiernos chilenos previos a la invasión de Cornelio Saavedra. No solo sirve recordar tiempos mejores, sino también mirar a países modernos que han distribuido el poder político de manera más justa y han sabido relacionarse simétrica y pacíficamente con los pueblos originarios. Parece que somos los chilenos quienes tenemos que reorganizarnos y refrescarnos ideológica e institucionalmente para restablecer relaciones de paz, justicia y reconocimiento con el Pueblo Mapuche.
Chile necesita reconstruir y renovar su comunidad política, actualizando sus ideas y superando sus prejuiciosos coloniales. Y como nuestros representantes no muestran avances importantes al respecto, sino reincidencias, necesitamos de una nueva Política, con nuevos espacios y nuevos actores. El movimiento mapuche, e incluso sus facciones más radicales, sigue invitándonos al diálogo, siempre y cuando la discusión sea política. Si la monserga sigue siendo folclorizante y productivista, y de la mano del garrote, la historia ya la conocemos.
NOTAS Y REFERENCIAS
[1] “Yo no veo otra forma de solucionar esto que meter balas, como decía Pablo Escobar. Que el presidente de una vez mande al Ejercito, y va a tener que morir gente…” (Jorge García, La Vereda TV, 24 de junio de 2020 Disponible aquí.
Por Nicolás Rojas Pedemonte y Carlos Bresciani sj
Publicado en ciperchile.cl
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