Interesados por la traducción y comprensión de las diversidades, en la función política de aprehender las alteridades y así señalar proyectos de sociedad para este siglo XXI, hagamos un breve viaje por palabras de las culturas que nos configuran en relaciones y diferencias.
En la filosofía andina, dice J. Estermann, el principio o arjè aparece con la relación. No hay tal cosa como cosas preexistentes que entonces entran en relación. De la relación cabe describir entes, no antes. En cambio, lo que comprendemos en occidente como relación presupone dos sustancias en una dicotomía que remonta hasta aquella de objeto/sujeto.
La relación entre las cosas no se propone como algo que acaece a ellas. Hay que ser capaces para percibir cada cosa como nudo de relaciones, un punto de transición, una “concentración relacional”. Pero ya algo como eso pareciera ocurrir entre nosotros con la música, en la medida que este tipo de sonido aparece de la relación, aparece de la diferencia, entre notas que, tomadas por separado, no son todavía nada como “música” –incluso el “silencio” viene de la relación-. Por otro lado, una simple piedra no se concibe como esa cosa existente por sí misma, sino que se experimenta como ocasión de concentración de relaciones que vendrían a considerarse como naturales.Para el habitante andino el individuo en sí mismo se considera una nada, una no existencia. No pertenecer a la comunidad local y no interactuar en el territorio local de las múltiples relaciones, es un percibirse aislado que equivale a un estar muerto –una nulidad existencial.
Tomando las formas lingüísticas del quechua y aymara, el centro de la oración es el verbo no el sustantivo de las lenguas occidentales. El verbo es “cargado” por sufijos que lo convierten en relacionador útil para decir prácticamente de todo. La relacionalidad se puede comprender como “mito fundacional” andino.
En la tradición de occidente lo que aparece como progresiva distinción de la individualidad y de la autonomía, lo va destacando del cosmos como orden prefigurado de relaciones. Sucederá la separación como desnaturalización del humano y deshumanización de la Naturaleza –uno de cuyos momentos óptimos ocurre con el dualismo de materia y mente de Descartes.
La experiencia de “individualidad autónoma” constituye el sentimiento moderno de la vida. Lo que es particular deriva hacia el sujeto de la responsabilidad ética, el eje del acto del conocimiento y el punto desde el cual hay “mundo”. Para el habitante andino el individuo en sí mismo se considera una nada, una no existencia. No pertenecer a la comunidad local y no interactuar en el territorio local de las múltiples relaciones, es un percibirse aislado que equivale a un estar muerto –una nulidad existencial.
Los vínculos hacen las fuerzas vitales, llegando hasta lo que nosotros podemos identificar como condición trascendental. La identidad no-relacional es una dificultad. Pareciera que nos encontramos en la situación inversa del subjetivismo que enfrenta el problema de cómo lo autónomo puede entrar en relación con lo otro. Aquí el “problema” filosófico está en el posible fundamento de la relación, que hay que buscar. La solución por lo absoluto -lo ab/soluto, lo suelto-, lo que llega a existir como desligado de todo otro, perfectamente existente por si, habiendo “absorbido” lo otro, llega a constituirse como una respuesta necesaria. Al contrario, en el mundo andino la totalidad condiciona cualquier forma de individualidad. Ella resulta una suerte de “axioma del inconsciente” cultural y una clave pre-conceptual de la interpretación existencial del runa/jaqui andino.
En la razón del Occidente, el acceso racional a la realidad se complementa con la racionalidad inherente de esta realidad. “La intelectualidad (del sujeto) corresponde a la inteligibilidad (del objeto)”, dice Estermann. El humano andino no ve (objetivamente) sino escucha la tierra, el paisaje y el cielo. El verbo quechua para ver, rikuy, contiene un sufijo reflexivo para indicar que no se trata de una acción unidireccional. El verbo para saborear es el reflexivo de probar, de modo que la sensitividad andina no da preferencia al “ver” (la visión), y por tanto la racionalidad no es primeramente teórica sino más bien afectiva.
A veces se dice que el andino primeramente “siente” lo real en lugar de comenzar por “conocerlo” o “pensarlo”. Las operaciones lógicas con lo real son verdaderas en la medida que corroboradas por ciertas capacidades no-racionales como los presentimientos, sueños o afecciones psico-somáticas. El razonamiento, por ser, de una vendedora de naranjas, no considera la mayor ganancia por su venta total, y se corresponde con una lógica intuitiva que la contiene e insta a guardar para cualquiera incertidumbre. Las situaciones y personas concretas determinan el valor ‘real’ del dinero y no la acción de su cuantificación. El regateo omnipresente de los precios no es un fenómeno económico sino una interacción en otras dimensiones, con un sentido de la totalidad de relaciones.
La categoría de “filosofía” para la cosmovisión andina se torna dudosa. Finalmente hay que poder situarse en un mundo donde la palabra, y, por lo tanto, la “teoría”, no tiene un sentido intelectivo sino que resulta de un efecto ceremonial. La música, nuevamente, no existe sino para la relación de agente y audiencia, y es en la ceremonia de la ejecución donde la entendemos y la llamamos como tal. Así es entonces cómo podemos usar estas anotaciones al modo de perspectivas para incursionar en la diferencia de mundos dentro de una actualidad que nos invita -y urge- a imaginar.
Por Fernando Viveros CollyerPublicado por https://www.elquintopoder.cl/
* Fernando Viveros Collyer Filósofo, Universidad de Chile, Universidad Católica de Chile. Miembro fundador del ObservatorioAguas (Chile).
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