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El agua de la palta es el agua que falta




Medio Chile muere de sed con el agua al cuello. El desierto metálico que comienza en las postrimerías sureñas de Lima y se extiende hasta unos metros antes de Santiago, indiferente a las fronteras, a los hitos y a las banderas, crece con el cambio climático y los errores del modelo de agricultura exportadora.

Atravesar ese camino hacia el Sur conlleva una paradoja milenaria: a un lado el ímpetu azul del Pacífico empuja el viento hacia arriba y alegra la mirada, que sube hacia las cúspides nevadas más allá del Altiplano andino.

El desierto, cada cierto tiempo recibe una carga de deshielo que lo ensancha, lo ablanda y lo florece. Ríos y arroyos helados, transparentes y veloces que buscan el mar y hacen crecer en sus orillas al choclo, los porotos, el zapayo, la hortaliza, están muriendo.

Algunos han muerto ya, y son cicatrices de arena y piedra marmórea sobre las que persisten algunas casas de campesinos nostálgicos, que sobreviven en sus márgenes por dos circunstancias igual de fuertes: sus recuerdos y su pobreza.

Las cordilleras por donde corre el agua andina hacia el mar, han sido intervenidas por los palteros para represar el agua que antes bañaba los ríos que surtían pueblos y ciudades a su paso

¿Puede haber un escenario más contradictorio y nostálgico que este de pueblos enteros muriendo de sed, unos metros abajo de los reservorios glaciares más robustos de este lado del mundo? Si. Y es el que, desde hace unos setenta años implantaron los “palteros” en este pasadizo de altibajos hacia el paraíso de la Patagonia.

Setenta años es un aleteo en el tiempo de estos territorios. Desde el Cuzco hasta Chiloé los Incas se refirieron a este pasadizo mineral como Tiwantinsuyo. Hoy ese nombre olvidado es un padecimiento reseco, un llanto sin lágrimas por el agua que antes bajaba de los Andes, pero hoy riega las más grandes plantaciones de palta, como se le llama al aguacate en el Sur, destinadas exclusivamente a la exportación.

El agronegocio transfronterizo escogió los cerros desérticos del Norte de Chile para sembrar palta de exportación, por sus temperaturas más elevadas.

El diseño de su monocultivo convirtió en terrazas las inclinaciones de las cordilleras que derivan hacia la costa del Pacífico, represó los ríos que bañaban al desierto en invierno, succionó el agua subterránea que quedaba como remanente para los veranos, secó los humedales, erradicó la agricultura de supervivencia, acaparó extensiones formidables de tierras, desplazó los asentamientos humanos que vivían gracias a estas aguas, y creó una élite de nuevos multimillonarios de la agricultura exportadora, que se enfrentan al derecho y a la necesidad de sobrevivir de pueblos y ciudades enteras.


Jorge Schmidt, principal empresario agrícola del aguacate chileno, utiliza el agua que alimentaría a tres ciudades chilenas

A través del Puerto de Valparaíso, cuya espíritu nostálgico y sibarita vive eterno en los tangos y las milongas de su arrabal, salen al mundo cada año más de 200 mil toneladas de palta hacia los mercados mayoristas del mundo.

Valpo, como le dicen los chilenos a su puerto consentido, es doblemente burlado. La provincia del Río Petorca, en sus dominios administrativos, es la más agraviada por el monocultivo de la palta, y de toda la riqueza que sale por su bahía luminosa, casi nada, excepto uno que otro impuesto inocuo, se queda en sus arcas.

Además, la sequía urbana que caracteriza a Valparaíso está ligada directamente a casi un siglo de saqueo hídrico protagonizado por los palteros.

Un sólo chileno, Jorge Schmidt, tiene más de un millón de matas de palta sembradas en 2.800 hectáreas de cordillera, que consumen cada día la cantidad de agua que podría abastecer a tres ciudades.


Mientras las plantaciones de palta desvían torrentes de agua natural para regar, en los poblados que antes se servían de las fuentes naturales (como Petorca) estas escenas son cotidianas

Como Schmidt, todos los palteros chilenos destinan más de la mitad de su producción a la exportación basada en los compromisos comerciales suscritos por tratados neoliberales, concertados en plena dictadura chilena.

De manera que el conflicto por el agua destinada a la palta en Chile, y que le falta a todos los asentamientos humanos del centro y del Norte del país, está entrecruzado por una serie poco fortuita de injusticias históricas acumuladas.

Los dueños del agronegocio chileno han privatizado el derecho a tener agua. Los “derechos de agua”, que no son más que concesiones del Estado a terratenientes para que intervengan a su antojo y necesidad los cuerpos de agua que deberían garantizar la irrigación general, se cotizan en las principales bolsas del mundo.

La palta Hass, que es la variedad que caracteriza al agronegocio exportador chileno, tampoco es un fruto nacional. Fue creada a principios del siglo veinte en California por un agricultor estadounidense.

En los campos chilenos del Sur crecen decenas de paltas o aguacates raizales que protagonizan la alimentación diaria, desde el té inicial hasta la cena al lado del vino, el pan, las papas, los porotos, el asado y los mariscos que alegran la mesa de Chile.

Ninguna de estas paltas de patio o de parcela, de chacra o de konuco, fue escogida para diseñar una línea de mercado financiero basada en el agronegocio.


Sólo la Hass recibió esta contradictoria dicha: fue mejorada en laboratorios, remozada en agencias de publicidad, empacada en factorías de última generación y hoy presentada de mil formas en una especie de “fiebre del aguacate” que contagia a todo europeo que orienta su vida de acuerdo a la veleidad de las mega tendencias virtuales.

Los restaurantes más caros y concurridos de Amsterdan, Berlín y Londres dedicados al aguacate, los “Avocado Show”, presentan cada día verdaderos espectáculos culinarios que son “trending” de las redes sociales.

El colorido, la intensidad y la alegría vital de estos espacios gastronómicos europeos resplandece gracias a la desertificación de los suelos chilenos alrededor de los monocultivos de palta.

Cada kilo de aguacate servido en una mesa en Europa, le habrá quitado cinco mil litros de agua a un hogar chileno.
Por Fredy Muñoz Altamiranda
*Esta columna fue originalmente publicada hace unos días en La Inventadera, una revista digital venezolana (https://lainventadera.com/2023/10/14/el-agua-de-la-palta-es-el-agua-que-falta/). Y me pidió que la compartiera por si algún medio amigo la quisiera reproducir, sólo citando fuente por supuesto. 

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